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domingo, 9 de diciembre de 2018

HOMILÍA DE LAS EXEQUIAS DEL MAESTRO MARTÍN MORALES, ORGANISTA DE LA CATEDRAL Y MIEMBRO DE SU JUNTA ADMINISTRATIVA

https://photos.app.goo.gl/dF31JuePiDYqiSk77Christus factus est pro nobis obediens, usque ad mortem, mortem autem crucis.
Cuando el próximo Martes Santo, las palabras de San Pablo a los Filipenses, musicalizadas por el maestro Hilarión Eslava, vuelvan a resonar llenando las bóvedas de esta catedral, sin duda nos embargará un sentimiento de tristeza y dolor porque sabremos que no volveremos a ver a Martín dirigiendo, un año más, el tradicional Miserere. Yo también le echaré de menos, asomado por encima de la consola del órgano mirándome para ponernos de acuerdo a la hora de acometer los acordes del Señor, ten piedad, del Santo o del Cordero de Dios de la misa, que él tan magistralmente acompañó tantos domingos.

Y puede ser, seguro estoy, que el desconcierto que provoca en nuestro corazón su inesperada muerte nos empuje a hacer nuestras las palabras, teñidas de tristeza, que escuchábamos en la lectura del libro de la Sabiduría: la vida es corta y triste, y el trance final del hombre, irremediable… nacimos casualmente… nuestro respiro es humo… pasará nuestra vida como rastro de nube, se disipará como neblina, nuestra vida es el paso de una sombra, y nuestro fin, irreversible…
Y es que ese sentimiento, que expresaba hace tantos siglos el autor sagrado, es universal, va más allá de lugares y épocas, porque la muerte, como final abrupto de la existencia, ha acompañado siempre la vida del hombre, y, en cierto modo, es la negación más rotunda del ansía de eternidad que anida en todo corazón humano.
La partida de Martín nos ha recordado, una vez más, cómo ese deseo de inmortalidad, que cualquier persona siente palpitar en lo más profundo de su ser, choca de frente con una realidad inevitable, que es la muerte. La muerte, cada muerte, la muerte de Martín, nos enfrenta con la cruda realidad de nuestra limitación y nuestra pequeñez. Quisiéramos tener soluciones para todo, pero tenemos que reconocer nuestra impotencia ante algunas realidades. Nos gustaría no sufrir, pero ni siquiera la fe nos puede ahorrar el dolor. A lo que sí nos ayuda es a vivir desde una perspectiva lógica y con sentido la ilógica dinámica de la muerte. Ante la oscuridad que produce la muerte, sólo hay una luz que pueda esclarecer nuestras tinieblas. Y esa luz es Jesucristo, ese Jesús que, como canta Baeza cada Martes Santo, se hizo obediente por nosotros hasta la muerte, y muerte de cruz.
Sólo en Cristo crucificado nuestra propia cruz encuentra sentido; sólo en su muerte, sabemos que podemos aspirar a una vida que va más allá del sepulcro. Sin él, todo es sinsentido y desesperación. Por eso, bien pudo escribir Blaise Pascal que no solamente no conocemos a Dios sino por Jesucristo, sino que tampoco nos conocemos a nosotros mismos sino por Jesucristo. No conocemos la vida, la muerte, sino por Jesucristo. Fuera de Jesucristo, no sabemos lo que es nuestra vida, ni nuestra muerte, ni Dios, ni nosotros mismos (Pascal, Pensamientos 548). Efectivamente, en Jesús, Dios responde a todas nuestras preguntas, a nuestras dudas. En Él, vida y muerte se conjuntan para formar un todo. Escribiendo a los romanos, San Pablo les recordaba que somos del Señor, en la vida y en la muerte, porque Jesús nos une a su mismo destino y nuestra vida no tiene sentido sin Él.
Por eso, Jesús, que se presentaba a sí mismo como luz del mundo, puede iluminar las tinieblas de nuestro corazón ante la muerte, si con docilidad le abrimos las puertas de nuestro interior. En el Evangelio lo hemos contemplado en los momentos últimos y supremos de su existencia terrena, cuando habiendo amado a los suyos, que somos nosotros, nos amó hasta el extremo de entregarse libremente a la muerte, y muerte de cruz, tomando nuestros miedos y nuestras angustias, nuestras soledades y desesperaciones, para abrirnos con su resurrección un camino de esperanza hacia la plenitud de la vida que Él, el crucificado resucitado, nos ofrece junto a Dios.
Las palabras de Jesús nos mueven a la confianza, porque nos revelan el designio de Dios. El Padre de nuestro Señor Jesucristo quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Por eso, Dios ha confiado a Cristo el destino de la humanidad, y la voluntad de Jesús es establecer con todos y cada uno de nosotros una amistad que va más allá de la muerte, mostrándonos quién es Dios e iluminando a la par el misterio que somos cada uno de nosotros. No se trata de discursos huecos ni filosofías baratas. Es un hombre, que también es Dios, Jesucristo, el que quiere que el amor que le tiene el Padre también lo experimentemos y participemos nosotros. Y a la par, tras experimentar que el hombre con Dios puede ser todo, y sin él está condenado al absurdo, lo comuniquemos a los demás.
Ése ha sido el sentido último y más profundo de la vida de Martín. Hacer cercana, casi tangible, aunque pueda parecer paradójico, la belleza absoluta, que es la música. Invitar a quien lo veía y oía dirigir, o escuchaba las propias composiciones del Maestro Morales, a ir más allá de los límites de lo humano, para entrar en esa esfera de armonía y plenitud, de felicidad y de paz, de comunión entre lo distinto y lo diverso que sólo puede venir de Dios, y que se nos ofrece en la música. Por eso, el salmo responsorial nos ha invitado a alabar a Dios, porque la música es buena. Es buena porque nos hace participar de la bondad absoluta, de la belleza suma, que es Dios.
La banda, que tantas veces dirigió Martín, interpretará a continuación la música del coro final de la cantata 147 de Johann Sebastian Bach. El texto de esta conocida y bellísima pieza –que en alemán empieza con las palabras Jesus bleibet meine freude-, afirma: Jesús será siempre mi alegría, / el consuelo y alimento de mi corazón, / Jesús me protege de toda pena, / Él es la fuerza de mi vida, / la alegría y el sol de mis ojos, / el tesoro y felicidad de mi alma.
Pues con nuestra oración, esta mañana triste, pero llena de esperanza desde la fe, le pedimos al Dios de la vida, que las palabras de la cantata de Bach se conviertan en espléndida realidad en Martín: que Jesús sea siempre su alegría, su consuelo y su fuerza; que con su resurrección Cristo llene de vida nueva a nuestro hermano difunto, y que en su existencia transformada, el Maestro Martín Morales Lozano no sólo entone un Miserere por las faltas que, como ser humano, pudo cometer, sino que, con la intercesión de Santa María del Alcázar y Santa Cecilia, sobre todo y ante todo su nueva vida resucitada sea un vibrante Aleluya, que resuene gozoso para siempre en el cielo.
¡Amén!
Iltmo. y Rvmo. Sr. D. Francisco Juan Martínez Rojas
Vicario general de la diócesis

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