Queridos
fieles diocesanos:
1.
Al abrirse el mes de noviembre los cristianos acostumbrados a recordar y orar,
de una forma especial, por los fieles difuntos. Repasamos sus nombres y sus vidas,
visitamos sus tumbas y, junto a nuestra oración, depositamos unas flores como
expresión de amor y cariño.
Los
cristianos tenemos así una ocasión muy propicia para pensar serenamente en que
el tema de la muerte nos interesa y nos afecta. Por mucho que se trate en
convertir el hecho de la muerte en un especie de “tabú” prohibido en círculos
de nuestra sociedad, sin embargo, la persona, aún de forma inconsciente, busca
algo en qué esperar, porque su vocación es ser inmortal.
Se
teme a la muerte, porque se tiene miedo a la nada. No podemos aceptar que todo
lo realizado durante el recorrido de la vida se borre y caiga en el abismo de la
nada. Existe, además, la percepción de la existencia de un juicio sobre
nuestras acciones, sobre cómo hemos gastado nuestra vida y tratamos de dejar
limpia nuestra conciencia. En cierto sentido el afecto y oraciones con las que
rodeamos a nuestros difuntos son como un modo de protegerlos para que sus
equivocados pasos en la vida queden sin efecto y, sus obras buenas, prevalezcan.
2.
En la Homilía que pronunció Su Santidad Benedicto XVI en el funeral por el
Cardenal Spidik, año 2010, hizo referencia a estas últimas palabras del
difunto: “Durante toda la vida he buscado
el rostro de Jesús, y ahora estoy feliz y sereno, porque me voy a verlo”.
Esta es la verdadera respuesta de un cristiano ante la muerte.
Coincide
este deseo expresado por el Cardenal con la oración de Cristo, cuando dijo: “Padre, los que tú me has dado, quiero que
donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me
has dado” (Jn 17,24).
Pensemos
que estas palabras de Jesús no son un mero deseo, una aspiración, sino que
expresan su voluntad que siempre tiene cumplimiento. Nuestro fundamento seguro
para creer y esperar radican en esta voluntad de Cristo precisamente. De hecho
esta su voluntad coincide con la de Dios Padre y la obra del Espíritu Santo, lo
que nos conduce a ese abrazo dulce y seguro de nuestra futura vida eterna.
Sabemos
que Dios se hizo hombre cercano a nosotros. Y entró en nuestra vida y en
nuestra historia. Él nos dice y asegura: “Yo
soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y
el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn 11, 25-26).
3.
La respuesta del cristiano ante la muerte es mirarla con fundada esperanza
desde nuestra fe, que se apoya en la muerte y resurrección de Jesucristo. Con
el paso de la muerte se abre la vida eterna que “no es un duplicado infinito
del tiempo presente, sino algo completamente nuevo: una relación de comunión
plena con el Dios vivo, estar en sus manos, en su amor, y transformarnos en Él
en una sola cosa con todos los hermanos y hermanas que El ha creado y redimido,
con toda la creación” (Benedicto XVI,
Homilía en sufragio de los cardenales y
obispos fallecidos durante el año, 3-11-2012).
En
nuestro recorrido por esta vida no faltan dificultades y problemas. Pasamos por
situaciones de dolor y sufrimiento, por momentos difíciles de comprender y
aceptar. Todo alcanza un gran valor, dese la perspectiva de nuestra futura vida
eterna, si las acogemos con paciencia y acertamos a unirlas a la Cruz de
Cristo. Asociados a su Pasión, podemos lograr que nuestra existencia toda sea
muy fecunda, en cualquier momento de su recorrido, como ofrenda agradable a
Dios.
Como
nos recuerda también la Sagrada liturgia: “La
vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma, y al
deshacerse nuestra morara terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”
(Prefacio de difuntos).
¡Descansen
en paz. Amén!
Os
saluda en el Señor.
X Ramón del Hoyo López
Obispo de
Jaén
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